Amanda Granero

Vivía, de pequeña, en un barrio sin luz y con pocos árboles. Amanda solía ir con su madre a comprar, a la salida del colegio, a la vieja tienda de ultramarinos que había enfrente de su casa. Barroca y oscura, vendían vino a granel, y siempre les atendía un señor con bigote y mandil a rayas negras y verdes con un cuchillo de matarife a modo de prolongación de su mano. Pero a Amanda Granero siempre le fascinó el supermercado de la esquina, espacioso, limpio, luminoso y brillante, donde la carne se vendía en bandejas preparadas, expuestas detrás de vitrinas limpias y transparentes. Amanda, pelirroja, guapa pero no angelical- las pelirrojas no pueden ser angelicales- , pizpireta, curiosa, demasiado espabilada para su edad según su profesora de Lengua, tenía que conformarse con ir con su madre a la vieja tienda de ultramarinos. Tenía un cuerpo bastante desarrollado para su edad, doce años, casi uno sesenta de estatura, y unas prominentes caderas que le abrieron más de una puerta y más de dos. Sus pechos, incipientes y avisando de lo que estaba por venir, le conferían un aspecto de niña demasiado espabilada para su edad como decía su profesora de Lengua y demasiado provocativa a ojos del de Religión. Amanda Granero sacó algo en claro de la tienda de su barrio; sabía que la carne envasada y reluciente del supermercado grande y luminoso no era real; sabía que esa carne, que despedazaba el tendero delante de ella en la tienda de ultramarinos, salía de un animal que antes alguien había sacrificado, que mientras había gritado, y que después había sangrado.
Ahora es Amanda quien sangra a borbotones,y nadie escucha el chillido casi inaudible del animal agónico que casi parece estar pidiendo perdón en vez de auxilio. Quedan lejos las primeras noches de porros y alcohol, se acuerda de las noches de ketamina y popper, de las noches en las que era capaz de cualquier cosa por medio gramo de cocaína. En verano a Amanda le gustaba terminar sus interminables noches en casas con piscina, y tumbarse al sol en el chalé de cualquiera, al borde del agua, encima de los azulejos, sentir como el bajón le pillaba haciéndole muecas al amanecer, riéndose de las cosquillas del sol, hazme otra raya, anda, no seas malo, le decía con una media sonrisa a cualquiera, y luego se metía en la piscina y nadaba, con la sonrisa mayor del universo y los dientes más blancos que la cocaína. Le encantaba sentir al agua en la cara y en su larga melena pelirroja, luego se quitaba toda la ropa y se creía en un cuadro de Hockney, con esas imágenes multicolores de piscinas californianas, días soleados, hamacas y trampolines.
Pero si esa noche no había piscina, Amanda prefería irse a la cama, a su casa, a su modesto apartamento, bordeando la M-30, que ni siquiera tenía terraza, oscuro como la tienda de ultramarinos y triste como los paseos en círculos en caballitos pony de su infancia. En su casa no le esperaba nadie, sus padres murieron en accidente de tráfico, un día en la A-66, y no se dio cuenta del clic, no se dio cuenta del momento en que todo se fue al carajo, del instante inmediatamente anterior a producirse un esguince, el momento en el que sabes, con tan sólo unas milésimas de segundo de antelación, que te caes al suelo, que el tobillo se tuerce, que la fragilidad te acompañará toda la vida, que tu tobillo nunca volverá a ser el mismo.
Ahora en su casa, sola, con sus gatos Tristán y Church, que maúllan porque llevan cuatro días sin comer, se toma 3 miligramos de trankimazín porque hoy no quiere ver amanecer, y de repente se acuerda de sus padres y del instituto, de aquel primer aborto espontáneo, y de la primera noche que no durmió en casa, mamá, tengo que estudiar, me quedo en casa de Gema. Se acuerda también de su primer beso, de que fue precioso, de cómo él le rodeó la cintura con las dos manos, le acarició la peca más bonita que tenía, la de la mejilla izquierda, y le dio un beso que le supo a gloria mezclada con cuarenta y trés con naranja y marihuana.
Amanda Granero, demasiado provocativa para el profesor de Religión, demasiado espabilada para la de Lengua, una chica un poco suelta para sus compañeros de instituto, una puta para los de la facultad, un poco perdida para el resto del mundo. No sintió el clic. No vio venir el esguince. Siempre le gustaron las piscinas.

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