Lo haría esta misma noche. Se había pasado de la raya. Celia se había pasado de la raya en alguna ocasión pero esta vez había sido definitivo. Ese día yo había salido antes de mi trabajo de vigilante nocturno porque mi relevo no había tenido en cuenta el cambio de hora y se había presentado allí una hora antes. Había que ser tonto. De modo que salí una hora antes en dirección a casa, observando cómo taxistas, tenderos y borrachos se repartían las calles.
Aparqué (…) cogí el ascensor, abrí la puerta, dejé las llaves sobre la mesa y me dirigí al dormitorio sin hacer ruido porque no quería despertar a Celia, Celia tenía un sueño bastante ligero y no quise despertarla, así que avancé con sigilo, casi de puntillas, recorrí el pasillo baldosa a baldosa. Y de camino al dormitorio creí escuchar algo parecido a gritos -y me asusté- aceleré el paso, entré, y lo primero que pude ver fueron unos pantalones vaqueros y unas gafas de sol en el suelo, junto a unos calcetines a cuadros
Y al lado, unos calzoncillos negros , y Celia estaba ahí gimiendo, cómo gemía, por dios, y Carlos, mi amigo Carlos, estaba ahí, follándosela con crudeza, cariño y violencia, intuí casi que también con desprecio, contra el cabecero de la cama.
– Crack, crack, crack–
Encendí la luz y ahí estaba la cara desencajada de Celia, una cara de cuadro de Lucian Freud, una mezcla de placer y pánico, –pánico como si se te rompieran los frenos a 50 metros de un precipicio– por el fin el pánico, y volví de nuevo la vista hacia los vaqueros de Carlos en el suelo. Celia se cubrió con las sábanas y lloraba- dios, cómo lloraba-, y Carlos salió corriendo de casa como alma que lleva el diablo, sin tiempo siquiera para ponerse los calzoncillos. Levanté la cabeza y pude ver, sobre el sofá a los pies de la cama, un juego de sábanas perfectamente planchadas, limpias, con olor a lavanda, y listas para ser cambiadas.
Celia- mi Celia, esa del sueño ligero y de los dulces despertares con olor a lavanda– se fue de casa esa misma mañana. Hizo las maletas apresuradamente, metiendo ropa arrugada y sucia en bolsas de basura negra, y sencillamente se fue sin poder mirarme a la cara. Ni supo ni qué decir ni tampoco se atrevió a darme explicaciones; tampoco yo las necesitaba.
Los primeros días. Una sucesión de imágenes de Celia mirándome fijamente al entrar en la habitación, sus gritos, los golpes contra el cabecero, Carlos y sus gafas de sol en el suelo de mi habitación. El olor a semen, sudor y aullidos. Aullidos. Nunca me di cuenta de ese olor.
Carlos y yo nos conocimos en la facultad. Nos vimos en clase, nos caímos bien. Nos gustaba el rock, Kerouac y beber cerveza en la calle. También nos gustaba hablar de libros y querer ser como Bukowski antes de saber que ya nos comportábamos como Bukowski. Tiempo después apareció Celia. -nos conocimos, nos caímos bien, nos pasamos un porro, la besé, nos volvimos a besar, e hicimos circular nuestra saliva como espermatozoides en un óvulo.
Lo había decidido. Lo haría esa misma noche. Iría a casa de Carlos y le rompería la cabeza. Con un poco de suerte, Celia estaría allí y podría romper también su cabeza, esa de los despertares suaves y el olor a lavanda. Esa cabeza. En el fondo creo que iba a buscar la cabeza de Carlos solo para encontrarme con la cabeza de Celia. Paseo de los Olivos número 133. Siempre me gustaron los olivos.
Aparqué lo más cerca que pude (…) cogí el ascensor, abrí la puerta, metí las llaves en el bolsillo y me dirigí al dormitorio sin hacer ruido porque no quería despertar a Celia, Celia tenía un sueño bastante ligero y no quise despertarla, así que avancé con sigilo, casi de puntillas, recorrí el pasillo baldosa a baldosa.
Y en el dormitorio creí escuchar algo parecido a gritos -pero no me asusté- aceleré el paso, entré, y lo primero que pude ver fueron unos pantalones vaqueros y unas gafas de sol en el suelo. Y unos calzoncillos negros, quizá los mismos que Carlos se dejó en el suelo junto a las llaves de su casa. Y ahí estaban los dos, gimiendo, gritando, y esa cara de pánico, otra vez, y esos gemidos interrumpidos, y otra vez Lucian Freud, y esta vez no hubo huida, solo hubo gritos y dolor, – no nos hagas daño por favor– y yo saqué un cuchillo, pequeño, casi de juguete, pero más afilado que una playa de rocas en diciembre.