Dalila

Y justo en ese preciso momento, Marc se dio cuenta de que nada hacía a un hombre más  vulnerable que una jodida gastroenteritis. Estaba en un viejo tren alemán, trayecto Bonn-Berlín, cerca de nueve horas. Marc se levantó, mareado, sudores fríos, fiebre, tres días de baño en baño y meando metafóricamente por un orificio que orgánicamente  no le correspondía. Bonn-Berlín, nueve horas, se ríe él de la modernidad y de la alta velocidad alemana y se caga en la Merkel y se caga también en los bordes de la taza del tren Bonn-Berlín, y en realidad los trenes alemanes no difieren mucho de los trenes españoles, digamos un Cáceres-Badajoz, con sus vías traqueteando, sus postes de electricidad en el horizonte y sus árboles en el camino. Marc se siente mal, se siente como hacía tiempo que no se sentía. Está solo. Le espera un vuelo destino Madrid, origen Berlín. Se vuelve a levantar, se desabrocha la camisa,  y se tambalea y escucha el audio de película alemana en la tele del tren. Cree que es El Hundimiento,- Der Untergang- . Entra en el minúsculo baño y comienza a vomitar. Vomita naranja. Lleva dos días tomando un brebaje -suero hiposódico oral- de ese color. Se encierra, a duras penas consigue cerrar el pestillo y continúa arrojando el maldito líquido. A la vez su estómago regurgita y se baja los pantalones en el tiempo de descuento. Caga color naranja claro. Le da asco, se da asco. Trata de abrir la ventana del vagón, pero está atascada, y alguien llama insistentemente a la puerta. Ese alguien  lleva a un niño consigo.  Le escucha. Ocupado, dice,- le sale en castellano y no en alemán, porque en los estados primarios del hombre los instintos primarios son los primeros en aflorar, y Marc sigue vomitando mientras mancha los bordes de la taza del váter, y observa el líquido amarillento y pestilente de sus entrañas, como en una película de Cronenberg, cualquiera de ellas, y se da asco y le da asco y se siente más vulnerable que nunca, ni siquiera ese puto hemiespasmo facial – intermitente, impertinente, inofensivo- le hace tan débil, la indefensión es un arma, la diarrea es su Dalila. El alemán y su niño aporrean la puerta con educación y contundencia a la par, y salen los fluidos, los olores, la peor esencia posible, está a merced de su cuerpo. Consigue, al fin, abrir la ventanilla, el vagón se mueve, agarra el papel, sí hay, en eso sí que son alemanes, se limpia con fruición, se lava, sonríe, se alivia. La puerta ha dejado de sonar. Piensa, absurdamente en ese momento de indefensión y desnudez, en que es mejor que te quieran a querer, aunque él siempre prefirió querer, no le preguntes ahora por qué. Berlín le espera, doce minutos, parece, y piensa, quizás también absurdamente, que Sansón ha vuelto.

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