Llamaron a la puerta y entraron, cargados con sus artilugios. El primero, ya bien entrado en la cincuentena, bigote, y tez morena y curtida por el sol y el devenir. El otro, más joven, de pelo más largo, rostro aniñado, todavía sin ajar, y gesto amable y sencillo. El mayor de ellos examinaba la casa, moviendo muebles con sigilo y centrando su interés en puntos estratégicos, con la meticulosidad de un pintor de brocha fina, un orfebre con su cincel o un francotirador en la Casa Blanca. El joven, probablemente su hijo, comenzaba a llenar el depósito con el líquido exterminador.
– Son ustedes de Méjico, verdad ?- adiviné por su acento y también por el bigotillo del padre.
– Sí, señor, del DF señor.
– ¿Conocen ustedes a Juan Rulfo?- no venía mucho a cuento pero lo acababa de leer.
– Claro que sí, señor, Juan Rulfo, historia viva de nuestro país, pero no se crea que allá por México ahorita la cosa está mucho mejor, todito está mucho más seguro. – Y cambió de tema.- ¿Sabe usted?Allá en México las cucarachas con grandes, gigantes, y negras. Pero son peores las que ustedes tienen aquí, las marrones. Y no se engañen, las cucarachas siempre vuelven, nosotros lo único que podemos hacer es eliminarlas durante un tiempo largo
Nunca imaginé que los señores del control de plagas, o séase, los señores encargados de exterminar las cucarachas de mi apartamento, fueran señores del DF, padre e hijo, y más sigilosos que un pararazzi a las puertas de la mansión de Angelina Jolie. Les hacía señores de Coslada, rudos y descuidados, oliendo a sudor, y casi con la colilla del Ducados colgando de la comisura.
Mientras el señor padre examinaba los rincones de la casa y e identificaba cadáveres de cucarachas marrones y voladoras, su hijo movía los electrodomésticos, casi haciéndolos levitar, e iniciaba el rociado del líquido que acabaría con los molestos inquilinos. Tras realizar este trabajo con el mismo esmero y minuciosidad con el que el padre observaba el entorno, procedió a la segunda fase del exterminio: colocar minúsculas gotas de gel por toda la casa, usando para ello una especie de jeringa para elefantes. El gel sería ingerido por las cucarachas y, como por arte de burundanga, regresarían al nido, el origen de todo, donde morirían y a su vez se comerían los huevos por ellas puestos previamente. Un holocausto caníbal en toda regla.
– Así mueren hasta tres generaciones- insistió el más joven.
Una vez hecho su trabajo, la amable pareja de mejicanos del DF contaron que en su país las huevas de hormiga roja cocidas en mantequilla eran un manjar, y nosequé acerca de restaurantes chinos aquí en España, y restaurantes y cucarachas, y todo tipo de cosas que no me interesaba saber y que no tendría cabida ni en el peor programa de la MTV.
Y me quedé pensando en cómo sería eso de comerse un trozo de algo, volver a tu nido, por ejemplo a un útero, y morirte allí, de nuevo, antes de volver a nacer y comenzar de nueva la vida, libre de cucarachas y de miedos.
– Ni Kafka y su insecto juntos puestos hasta arriba de ketamina pensarían esta gilipollez.
Y me eché la siesta pensando en el crujir de las cucarachas al ser pisadas y en pedir un arroz tres delicias esa noche.