Y allí, sentada en su mecedora, con el mando de la tele en la mano a medio coger y la boca a medio abrir, como lo de Dalí sentado en su butacón con la cuchara o la campanilla o yo qué sé, yacía mi madre. Viendo Sálvame. Manda cojones. Años y años de vida impoluta, de buena madre y mejor persona para morir de un infarto viendo a Jorge Javier Vázquez vociferando sobre que si la parrilla, que si la finca, que si los huesos de los niños, y después todo eso sobre Cachuli, Malaya y todo lo demás.
Mira que se lo decía.
– Mamá, que un día de estos, como sigas viendo estos programas, te va a dar un infarto.
– Calla, hijo, que prefiero morirme de un infarto que de aburrimiento, como tú, todo el día viendo documentales de gente con mochila yendo a sitios raros y comiendo saltamontes y hormigas.
– Ay hijo, pobrecitos, los hijos de este señor, ¿qué calor han debido pasar, eh? Me acuerdo yo de las parrillladas que hacía papá, que en paz descanse, qué ricas estaban las chuletillas de lechal que traía tu tío Alberto de Segovia.
Justo eso me dijo el día anterior, viendo el mismo pograma, y prácticamente a la misma hora.
– Yo es que mamá, no sé cómo aguantas estas cosas.
– Yo qué sé hijo, yo qué sé.
Y hoy, al entrar en casa, después de salir del trabajo, dejé las llaves en el aparador, escuché algarabía de fondo, y allí estaba ella, abotargada y feliz.
Culpable, había dicho el jurado.
Y ella, la pobre, se lo había perdido.