Cayó súbitamente en la cuenta en el parecido de las palabras estío y hastío, mientras observaba con disimulo las serpenteantes estrías de la mujer que tenía al lado. El ruido del mar y los graznidos de las gaviotas le causaban cierta intranquilidad. Un día soleado aunque algo brumoso en un puerto pesquero de alguna parte del mundo, donde confluían en armonía el hastío, el estío y, ahora, las estrías. Le pidió fuego.
Ella leía a Cheever; él, más veraniego y mundano, había elegido a Stevenson. Sacó su pitillera, extrajo un cigarro y le dio fuego. Gracias, le dijo. Apenas cruzaron sus miradas. Las gaviotas sobrevolaban en círculo. Pronto sería la hora de comer. Se estaba nublando y el viento arreciaba.
Recogió y su bolsa y se levantó. Quizá nos volvamos a ver por aquí. Ella, levantando las gafas de sol y dejando entrever sus ojos color miel, posó el libro en su regazo, y le contestó al cabo de unos segundos. Puede ser.
Acabó de recoger sus cosas y se dirigió a su hotel, con el pitillo en la comisura, y sintiendo en el cogote la brisa marina, los graznidos, y el hastío.
qué bien que escribes gachón 🙂