Sé que es tu trabajo

Ahí fuera.

Apostadas, en el exterior de las cristaleras de la tienda, sobre las aceras. Insinuantes, ceñidas, a veces entrometidas, siempre de negro, jóvenes, pero menos de los que quisieran.  Perfumador en mano. Los pechos aflorando. Más de lo que quisieran. Los labios rojos, mal perfilados. Muy rojos.

Las veo todos los días. Allí, suplicando – a veces amenazando- a los viandantes con rociarles con unas gotas de perfume barato. Los tienen de todas clases. Armani, Loewe, Chanel, Boss, Chloé. Todos. La mayoría ni sé ni cómo escribirlos. A 10 euros los 100 mililitros. Coño. Qué caro lo compro yo todo. Igualito que el original, dicen. Prueba, prueba. Te lo dicen con voz seductora, afrutada, a madera, con cuerpo. Su cuerpo. Van de negro, ceñidas, escote a sándalo. Prueba, de verdad.

Paso todos los días por delante: Hola guapo, mira, ¿te echo un poco de Allure? Diez euros, mira este frasco, lo tenemos en promoción.

Joder, pienso que Allure me encanta, que me gasto una pasta en Allure. Noventa pavos en Allure, qué puta barbaridad.

Te miran insinuantes las chicas de la tienda de colonias, hacen su labor, sé que es su trabajo, como decía Francisco Nixon, el cantante, de esa dependienta de Zara. Pero le digo, oye que de verdad, que vivo aquí al lado, que uso Armani,o Allure, o no sé lo que la digo,  la de toda la vida, y se ríen, y me río. Y – de entrada- me dan un poco de pena, porque son tan exuberantes, van tan puestas, con sus caderas frescas, golosas, algo torrefactas, estructuradas y carnosas,  limpio en boca. 100 mililitros 10 euros. Qué chollo, pienso, pero sigo adelante.

Se acercan luego a dos transportistas, sudamericanos, que han aparcado la furgoneta enfrente; se están comiendo el bocata del almuerzo, con dos cervezas, de las más baratas, grandes, como debe ser, en cada mano.

Y les dicen: ¿Oye, chicos, os pongo una gotita de Vittorio y Luccino? 

Se ríen, y están sudados y risueños, que sea Vittorio y Luccino, venga, dale, presiosidad, qué más da. Creo que todo les da todo igual excepto no ver el sueldo del patrón a final de semana, por ahí sí que no pasan, faltaría más, pero claro que no le importa ver a dos chingonas con caderas impregnadas de perfumes que sólo pueden intuir en las revistas – también baratas- de sus esposas.

Se acerca más la otra vendedora, igual de ceñida, igual de hastiada, igual de ultramar en su esencia, sonrisa impostada e infinita, carnosa y afrutada, y los tacones la vencen de cansancio, y se ríe, y he aquí una estampa de dos vendedoras de perfume y dos ecuatorianos transportistas sudados,  terminando el bocadillo y fijando su futuro inmediato en las tetas de estas dos vendedoras de perfumes de saldo, preguntándose si sus caderas, sus senos y su coño se parecerán en algo a los ladrillos que llevan transportando durante toda su vida. Y las vendedoras de Aluche y Valdecarros sueñan con que las pollas de esos sudamericanos sepan la tercera parte de bien de lo que les prometen Vittorio y Luccino. Y Rolando y Javi, y Cintia y Laura, y los restos de bocadillos y de cerveza barata, y los frascos de Allure, Armani y Cerruti y dios sabe qué, concurren en la furgoneta de Tranportes Ramírez, al albur de la calima del agosto a Madrid, y las pollas gimen, los pechos se liberan, y las vidas fluyen.

Yo, por mi parte, llegué a mi apartamento y me rocié un par de veces con el Allure Sport de 100 ml. Cien euros, o así.

Qué total, pa qué. Puta vida.

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