Te grito esto desde el alféizar de tu ombligo:
desde donde veo las calles vacías,
y es tal el silencio que el cantar de los pájaros se superpone
al sonido para invidentes de los semáforos.
Hoy ya no tengo que taparme la boca para respirar,
porque el aire es puro por primera vez
y vuelvo a ver las caras de mis seres queridos
a través de minúsculas pantallas que antes nunca usé,
y que resulta, carajo, que no están tan mal.
Vuelvo a sentirme parte de esta ciudad que estaba tan muerta,
cocino escuchando al Niño de Elche, y la prisa parece una palabra de otro siglo:
aplaudo desde mi privilegiada atalaya a médicos y enfermeras,
a las cajeras del supermercado, a los invisibles sin mascarilla ni miedo,
les doy las gracias y me siento vivo y me pellizco.
Saludo a más vecinos que nunca,
nunca un metro de distancia fue más cercano;
me veo lanzando adoquines contra el miedo,
y piedras contra quienes alaban ahora
algo que antes ellos mismos destruyeron
desde sus escaños públicos y púlpitos mediáticos.
Veo esperanza y desazón en las calles,
gente que se esquiva
lanzando a su oponente una sonrisa cómplice
cargada de temor.
Y mi perro aturdido y despistado,
sin saber lo que pasa,
pero con la cara alegre y los ojos de niño,
cuando corremos por la acera desierta.
A ambos nos parecen ocho calles olímpicas,
y nos miramos felices al llegar a casa,
y quiero creer que todo esto servirá de algo,
Y estamos seguros, y estás vos,
desde tu alféizar distópico,
el torreón desde donde algún día el futuro reconstruido
será verdad desde las páginas de la memoria
de los que nos sobrevivirán.
Mientras tanto sigamos gritando:
desde los balcones o desde los patios o desde la rabia o desde la injusticia;
gritémonos,
gritemos como preludio del abrazo que nos espera,
del beso confinado y del te quiero entrecortado.
Nadie pensó que esto fuera a ser así:
tampoco nadie dijo que esto fuera a ser fácil.
Nadie pensó en nadie. Nadie supo nada.
Todo es tan bonito que no me lo creo,
todo es tan bonito si no fuera porque todo es tan feo.