Estaba tomando algo con una buena amiga después del trabajo, viernes, cinco de la tarde, última semana de junio, calor sofocante, cuando recibí un escueto y directo mensaje:
– Hola, ¿te vienes a mi casa un rato? Te mando la ubicación por Whatsapp.
– Claro, le dije. En un rato estoy por allí.
Cómo iba a decirle a que a no a BR en un día como aquel, nunca se le decía que no alguien como BR en tiempos de Tinder. Había visto a B un par de veces anteriormente, pero siempre habíamos terminado en mi casa. Le dije a mi amiga- que sabía mis historias con BR- que me iba, y me dijo que vaya, que ahora que íbamos por la tercera caña que qué pena, pero bueno, que lo pasara bien. Para eso M era única.
Cogí el metro, línea 1, con unas cervezas encima, con la fuerza del viernes empujándome, y me planté en la calle de Echegaray con la boca a olor a bravas y más ganas de follar que un tonto. Subí los tres pisos de la calle Echagaray a pulso; el piso de BR no tenía ascensor pero sí unas bonitas escaleras altas de madera, lijadas y barnizadas y que casi sudaban a esas horas de la tarde. Vivía en una de esas casas con mirilla de rejilla. Llamé al timbre redondo con el dedo aún jadeante.
Aquí estoy- BR me recibió con una sonrisa enorme como de pétalo de amapola y un escote tan bonito como sus pies, un treinta y siete y medio largo.
Un largo pasillo entarimado y techos altos daba paso al salón, donde apenas tenía adornos, salvo un cuadro dibujado por ella, algunos libros intrascendentes- nunca juzgues a alguien porque sus libros no sean como los tuyos- y me enseñó su habitación, que pegaba al salón, después de lo cual trajo un par de cervezas de la cocina (quintos de Mahou,tamaño a todas luces insuficiente para mí a esas horas de la tarde y de la libido), luego otras dos, y hablamos de algunas cosas algo pasajeras,y le hice algunos comentarios también volátiles sobre sus libros, a los que BR me contestó con soltura y sin complejos, dejándome sin palabras y convertido a su religión. Me ofrecí a traer un par de cervezas más de la cocina, a lo que BR me contestó que se le habían acabado y enseguida me ofrecí a bajar al chino a por más.
– 3 litros, por favor, le pedí al chino, que me dio el cambio mientras mirada una película en el móvil y sin quitarse los cascos.
Y así, volví cargado con con las tres litronas a casa de B, quien de nuevo me abrió la puerta feliz de la vida y con la luz del pleno sol colándose a través de sus shorts.
Nos bebimos la primera, hablando del amor y de la vida, de Tinder y de los tiempos de mierda para la pareja, del descreimiento prágmático, y de que seguro de en no mucho tiempo que encontraríamos algo que mereciera la pena. BR era muy guapa. No era delgada. Sus muslos invitaban a todo y sus pechos no eran precisamente de una película de Éric Rohmer. O sea, que eran grandes.
Fuimos a su habitación, donde una cuadro en óleo de Manhattan lo vigilaba todo. La cama de BR era amplia y el reflejo del atardecer de la calle de Echegaray, que antes se llamaba calle del Lobo, le hacía el rostro aún más hermoso. Y follamos un rato, y en un momento BR me dijo que si esa tarde solo la quería para tocarle las tetas y el culo – porque el culo de BR era suave y rotundo, pero a la vez frágil y delicado- y para que me la chupara. No supe qué decir ni hacer, salvo levantarme azorado, ponerme mis calzoncillos negros, e ir a la cocina a por el último litro mientras el vientre de B reposaba en el cómodo colchón y se fumaba un cigarrillo diciéndome nosequé de mi culo mientras se reía.
BR y yo follamos de nuevo y nos tomamos la última litrona, y , para mi sorpresa, B me dijo que se iba, que había quedado ya hacía media hora para pasar el fin de semana con sus amigas en una casa que tenían sus padres en El Escorial, y que como siempre llegaba tarde, y que seguro que había mucho atasco.
Así que, tras la repentina noticia, me vestí lo más rápido que pude, nos dimos un beso de Tinder y me ofrecí a a bajar el vidrio al contenedor, ya que B iba a estar fuera el fin de semana.
Me despedí de nuevo, se montó en el coche de sus amigas, que llevaban un buen rato esperando en zona azul con el intermitente, y me dirigí a pie hacia al metro. Busqué en varias zonas de contenedores para tirar los vidrios de esa tarde pero, o eran amarillos, o azules, o eran amarillos y azules juntos. Coño, en este barrio tan letrado beben poco, pensé, así que antes de entrar en el metro cargado con la abultada bolsa de color negro, que empezaba a gotear, fui a dar una vuelta una manzana alrededor para cumplir con mi labor de ciudadano verde, pero no hubo manera. Vi uno uno de ropa y hasta uno de pilas, pero nada donde echar los restos de la tarde.
Retrocedí sobre mis pasos y me dirigí, qué remedio, hacia el metro con la bolsa en la mano. Entré al suburbano cargado con mi bolsa llena de botellines y litronas, cada vez más mojada y pegajosa, y me senté en el andén pensando en BR, un poco atontado por el alcohol y triste por no haberme podido despedir de B como dios manda.
El metro no tardó más de dos minutos en llegar y en quince minutos estaba en mi barrio.
Todavía cargado con la goteante bolsa negra, que parecía pegada a mí cual maldición inca, corrí rápido hacia la calle del contenedor verde donde habitualmente dejaba las botellas, y diez minutos más tarde estaba en mi casa.
Una vez en casa, me quedé con una sensación de vacío, quizá por la ausencia de alguien, quizá por el vacío postinder , quizá por haberme quitado, por fin, el peso de encima de los vidrios. Ese día fue la última vez que vi a BR.
Unos meses más tarde supe que B se mudó a Cádiz con un buen tipo que conoció en algún sitio.
Aún recuerdo aquella tarde en la que el sol aterrizó sobre su vientre, y también las gotas de cerveza pegajosa caliente que fueron cayeron, lentamente, como una deliciosa tortura china, sobre mis zapatillas de aquel viernes de bochorno de finales de junio.