A campo traviesa

Campoatraviesa. Como si hubiera hoy una mejor opción.

El corazón con infiltraciones de algodón de azúcar, atravesado por un puñal barato hecho con retales de los diamantes más caros del mundo.

Cruzando el a través, con los pesares del unicornio bizantino rondándome el talón del pie izquierdo.

Las botas hacen mella en el huracán de la suela y el calipso rebrota en los anclajes de los vagones gritantes del parque de atracciones del país del nunca jamás te atrevas a volver a hacer eso.

El dedo meñique, siempre el más modesto, pequeño y humilde, se encuentra hoy atrapado entre las fauces de la lona del calzado que sirve para ir al través, la última travesura del negro sandunguero que baila en lo alto de la montaña tocando los bongos mientras Celia Cruz que estás en las suelas, son cubano, su cadera sigue hirviendo hasta incluso derretir los polos si todavía existieran.

Agitando los pasos van el dedo gordo, el meñique, y los tres de en medio de los Chichos, como si la cosa no fuera con ellos, arrastrándose al compás del Negrón, que además del túnel que separa las dicotomías peninsulares, es un músico cubano, qué gran tipo, El Negrón, capaz de convertir el ánimo negro en blanco, como hace el otro Negrón de más arriba con el color del cielo, que, en realidad, aunque no lo sabemos, es siempre violeta.

Unas gotas de sudor de hierbabuena caen desde la frente hasta el suelo a velocidad infinitesimal sobre dos caracoles que bailan la danza del vientre, apoyados sobre su caparazón o concha, evitando las botas que todo lo arrasan, incluyendo al meñique izquierdo, que se cree dedo corazón y no es más que un alfeñique venido a menos.

Hace todavía sol en el territorio no yermo de los árboles que cambian de color, del verde al amarillo, que en algún momento se desnudarán, pero eso será más tarde, en invierno, no te desnudes tan pronto o perderás todo el encanto, acuérdate de los primeros brotes en el inicio de la primavera, no lo eches todo por la borda o vendrá el Capitán Ahab a rescatarte; la desnudez, a su tiempo.

Se han ido los caracoles bailando el chachachá, puedo verlos por detrás, uno de ellos saca el dedo corazón, retando a su vez al dedo alfeñique, ya algo amoratado y rojizo, y no rollizo, pues un meñique jamás podrá ser rollizo.  La escena me parece divertida, tal demostración de ritmo sabrosón no es normal en tiempos lúgubres y negros de alma negra y vino verde.

Ya va siendo hora de que yo también me vaya; llegó el rubicón dicotómico por hoy.  Me siento a descansar un instante y a mirar los árboles y la luna que asoma, pronto lo harán Marte y Júpiter. Mi alfeñique y yo nos lo merecemos, diantres.

Pero queda todavía ánimo para un último esfuerzo. Mis dedos y yo nos elevamos vaporosamente al ritmo de los bongos y de Celia Cruz, del Negrón y de los Chichos, levitando la chicha que siempre sobrará: un pie sigue a otro, danzando un ritmo feroz; los caracoles miran distraídos guiñando el ojo derecho, deslizándose sobre el banco de madera y poniéndose cómodos para comenzar a ver lo que será, sin duda, el mayor espectáculo del mundo.

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