Casi era la medianoche del viernes. Sentado, en mi pequeña terraza, sobre una silla de camping que había comprado recientemente en esa cadena francesa de establecimientos deportivos de la d mayúscula. De esas sillas que tienen hueco para poner el vaso: creo que ese fue el verdadero y único motivo por el que la compré. Allí estaba escrupulosamente encajado mi vaso de cristal, ni muy fino ni muy grueso, vaso de doble, lleno hasta la mitad con cerveza de la etiqueta roja; nada del otro mundo para ser un viernes por la noche de principios de verano. Convengamos en el hecho de que no todos los viernes de verano tienen que ser buenos por decreto; el de hoy, sin ir más lejos, venía cargado de un bochorno exasperante y del peso del cansancio del discurrir de toda la semana, y en la calle, del ruido de unos jaleos etílicos de que si Libertad, o que si eso no me lo dices tú en la calle, aún estando en la calle como estaban ambos. Yo, en la terraza, y afortunadamente unos cuantos metros por encima de todo aquello, le dí un buen trago a la cerveza. Escuchaba una lista de clásicos de jazz del sello Blue Note, lista que pongo siempre que quiero hacer de un momento cualquiera un momento especial, y otra vez que no me estaba sirviendo de mucho. Sonaba el Speak like a child de Herbie Hancock y de repente, por detrás, un objeto volante no identificado chocó lenta pero contundentemente contra el respaldo de la silla de color azul verdoso y nombre andino de la multinacional francesa, para a continuación cobijarse en una de las plantas del dinero que tengo en una mesita de madera adyacente. Mi primer impulso fue moverla de allí-ya sabemos todos de la mala fama y de lo molestas que pueden llegar a ser las palomas: atrás quedó la buena fama de la paloma de la paz, de las palomas mensajeras o de la paloma del cuento de Oscar Wilde-, mas lo único que conseguí fue que se subiera a la barandilla, que por fortuna resultó ser suficientemente ancha para ella. Allí, la paloma se volvió a acomodar. Comprendí enseguida que había venido a hacer noche. A partir de ese momento, comencé a realizar todos mis movimientos de la manera más sigilosa posible, y me dispuse a cambiar de música. No quería bajo ningún concepto que en cualquier momento comenzase a sonar un estruendoso solo de saxo de free jazz que hubiera causado un monumental y estrépito despertar a mi nueva amiga. Así que inmediatamente busqué lo que supuse que podía ayudar a dormir a mi pasajera inquilina: puse un par de arias tranquilas de Mozart, luego algo de piano de Chopin y de Listz, que siempre me gustó cuando era un crío, pero finalmente me decidí por las variaciones Goldberg de Johann Sebastian Bach, que sin duda acabó por sumergirla en el más profundo de los sueños columbiformes. Allí estaba, tranquila, dormida, acurrucada, inmóvil, mientras yo terminaba la cerveza y la miraba, sin poder evitar pensar que quizá esa noche, y por alguna razón, alguien, del más allá o más acá, qué más daba, había querido venir a visitarme y a contarme algo. Después, quité la música, pasé al salón y bajé la persiana a una velocidad casi de frame a frame. Miré por la rendija de la persiana y ahí seguía, igual de quieta, igual de tranquila, aún más acurrucada, probablemente feliz.
Una paloma vino a verme
Publicado