El intruso

Avisó de su llegada una mañana de agosto, poco antes de las siete de la mañana. Ni muy intempestivo, ni todo lo contrario. No podemos decir que no lo esperáramos, pero hasta que uno no abre la puerta y el invitado saca el vino de la bolsa, no es consciente de que la visita ha venido para quedarse. El intruso nos hizo incorporarnos rápidamente de la cama y fuimos los tres a tomar algo fuera. Como íbamos algo mal de tiempo, cogimos un taxi que amablemente puso en el capó una especie de sirena (sorpresivamente me vino a la cabeza la Sirenita de Copenhague -pequeña, insignificante, ridícula, desdeñable, cutre- ) y el vehículo se saltó unos cuantos semáforos por Cea Bermúdez. Qué consideración para este invitado al que ni siquiera conocíamos.

Llegamos al lugar de destino y el intruso seguía sin decir ni mu. Mi compañera y yo empezamos a sospechar que quizá todo se trataba de una broma. ¡Y a estas horas de la mañana! Pero pasado un rato, unos señores me confinaron a una habitación donde no se podía fumar como antaño (sabe Dios que me apeteció encenderme un piti a pesar de que no fumo desde hace más de treinta años). Qué narices, le pedí uno a otra señora a la que habían confinado conmigo y los dos nos fumamos un cigarro con caladas suaves, profundas y expectantes. ¿Usted sabe dónde está mi mujer? – le pregunté a la señora. – Debe estar con mi hija, que se la llevaron hace un rato también.

El humo inundaba el habitáculo y nuestras miradas se perdían en carteles que instaban a no usar nuestros teléfonos móviles.

Al cabo de un rato (mejor dicho, al cabo de mi tercer cigarrillo que le había gorroneado a mi compañera de confinamiento), una voz salió de una de las salas de la estancia.

¿Es usted el padre de la criatura?

– Del intruso, querrá usted decir.

– No sé que está diciendo, caballero. Su hijo acaba de hacer. Y apague ese cigarrillo, por favor, que luego su cáncer se lo pagamos entre todos. Y además aquí no se puede fumar desde lo de Zapatero, o de antes.

Entré casi levitando por un pasillo que se me hizo eterno, escuché voces, murmullos, risas, ruidos metálicos y escuché el llanto del intruso, que justo en ese mismo instante abandonó para siempre esa extraña acepción.

Quiere cortarle el cordón umbilical? Es su hijo. Tome, llévese el cordón para donarlo, o simplemente como recuerdo. ¡Pero no lo use como llavero! Que peores cosas he visto, señor.

Al lado, la sonrisa infinita y nada infinitesimal de mi mujer, que acogía al bebé , O., con tanta fuerza, tanta delicadeza y tanto amor, que me sacó unos lagrimones de padre y muy señor mío.

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