Marc y Laia Vol. VI

Ahora Marc y Laia tienen ahora una cama más grande. Su hijo y su perro duermen con ellos y tienen espacio de sobra. Se consideran una familia con mayúsculas. Es verdad que con tanta gente la frecuencia sexual se ve mermada considerablemente pero eso ahora mismo les importa 3 sobre 10, décima arriba, décima abajo. Duermen tranquilos, más Marc que Laia, que tiene que aplacar los impulsos cuasi vampiricos de media noche del pequeño. Marc casi no te entera. Escucha la radio con auriculares (nunca programas deportivos, la nueva radio basura en forma de largueros, transistores y partidazos, gente con menos talento que Viola, uno de esos tantos delanteros sin talento alguno, casi cojos, que jugaron en el Valencia).

Poco a poco las pequeñas ilusiones (como escuchar un programa deportivo nocturno para no pensar) se le van yendo al carajo.

A veces Marc se pone sombrío y le dan ganas de quitarse de enmedio, en sentido figurado, pero es mentira. Si no fuera por dos o tres personas y animales que no va a nombrar aquí, lo haría: quiere, como aquella canción tan bonita de Los Planetas, Desaparecer.  Luego se da cuenta de que no, pero el solo hecho de planteáserlo le da que pensar. Cambia de tema y se centra en el sonido de los  auriculares. Hablan de  matemáticas. La ciencia lo salvará todo. Marc está asustado por la inteligencia artificial pero lo que más le asusta en este momento es el porno violento, humillante, ilegal, vomitivo y que convierte a los grupos de mujeres en personas cuya máxima ilusión es comerse 6 pollas a la vez que se la meten por los dos agujeros y los que tercien y al final rien de placer con picardía cuando les echan encima los 8 litros de semen. Y vuelta a empezar, y al otro lado de la pantalla alguien se hace una paja y piensa que hoy en el instituto, o en la oficina, o en la cama con la parienta, la secuencia va a ser clavadita al bukkake del pornhub.  Hay que acabar con ello, piensa mientras le llama con sigilo e insistencia la duermevela. Se acuerda de la belladonna, que tomaba el doctor Juvenal Urbino de El amor en los tiempos del cólera. Este señor, García Márquez, tendría que tener una calle en cada una de las cuadras de todo el mundo. Y quitarle las que pudiera tener Vargas Llosa , el de la Preysler. Cuanta mierda de escritor suelto. Marc mira a su derecha y sostiene en la penumbra a sus razones de ser. Distingue perfectamente las tres respiraciones: el perro, el hijo, la compañera. El sueño, que no la parka, viene a veces a buscarle, en sentido imaginario, de nuevo. Piensa mucho en la parka, seguramente demasiado. Su psicólogo le cuenta muchas cosas sobre ella pero no es capaz ni de asumirla ni de relativizarla. Marc puede pensar en la gran niveladora entre 10 y 30 veces al día. Sobre todo en la suya. A veces también piensa en la de su perro. Le ve tan vulnerable y tan bueno que no puedo imaginarse una vida sin él. Sabe que son tonterías de una psique sometida a veces a demasiada presión. En medio de estas divagaciones, a Marc le están entrando ganas de comer pistachos, que seguramente sea el alimento culmen del universo conocido y no conocido. Decide no ir a por ellos porque va a ser mucho lío. Sigue escuchando las respiraciones contiguas y se le va el hambre. Marc, Laia, el niño y el perro están unidos física y emocionalmente en este momento. Hoy, que no fue precisamente el mejor dia de su vida, tampoco el peor (ni mucho menos, faltaba más) tampoco está en disposición de pedir mucho más que eso: que el sueño sea tranquilo, que no se levante muchas veces al baño de madrugada y que las estrellas y el sol sigan en su sitio mañana cuando suene el despertador.

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