El último guardián

-¿Volverás? —me preguntó.

Miré fijamente a sus ojos claros y no supe qué responder. Allí, en medio de aquel paisaje de claroscuros, parecíamos los protagonistas de un lienzo a punto de estallar.

-Ahora tengo que irme, ha de ser lo más lejos posible, lo más lejos posible de estos bosques. Miré al suelo, cubierto de hojas y cada vez más húmedo. Empezaba a hacer frío y sentía palpitar su corazón en mis nudillos. Me puse los guantes de lana y recordé.

Recordé, de repente, una fecha grabada en un majestuoso ejemplar de alcornoque, frondoso y vivaz, erguido sobre el poso de la alegría y del peso de la inercia, de la fútil esperanza de lo vivo: 12 de marzo de 2009. Bajo la sombra de aquel árbol al que no le cabía ni una hoja más, nos besamos aquel día de la manera opuesta a la que se besa a un padre en su lecho de muerte. Mientras, el sol de los estertores del invierno nos deslumbraba ligeramente, provocando una risueña mueca en su cara, que agudizaba aún más el cobrizo de su pelo y sus mejillas. El agua saltarina esquivaba los rebordes del regato con la sencillez de un gamo, y al cielo daban ganas

de abrazarlo de lo esponjoso y bonito que estaba.

Te recordé, de repente, cuando todo aquello, te recordé como si fueras ayer, te recordé como el cuadro expresionista que siempre fuiste y quizá nunca supe ver.

-Me prometiste que serías mi guardián, que me querrías eternamente, que siempre estarías conmigo.

-Vete, por favor, Silvia, no quiero que me veas marchar.

En un momento giré la cabeza y ya no la vi. Empezaba a atardecer, y mis nudillos latían cada vez con más fuerza, pero esta vez ya no notaba su corazón en ellos, sino el mío. Busqué con desesperación aquel árbol. Di vueltas concéntricas alrededor del punto imaginario que flotaba en mi memoria, casi olfateando como un perro en busca de un rastro que le es familiar. Por fin, después de unos minutos, lo vi y corrí hacia él, corrí lo más rápido que pude, exhausto, hasta abalanzarme sobre él, como una patera que avista tierra amiga. Todavía se atisbaban en el tronco algunas letras y números: 2, e, m, r, z, 0, 9. Me abracé con fuerza y las lágrimas humedecieron el corcho, adquiriendo el extraño aspecto del corcho de un vino recién abierto.

-Tengo que irme, -le dije al árbol, sintiéndome como un completo loco, golpeando con fuerza el suelo con las manos, mientras caía la noche-. Sé que prometí cuidarla, pero tengo que partir, al menos hasta que llegue la primavera y la escarcha se convierta en agua fresca. Díselo, por favor, dile a Silvia que las hojas volverán a brotar y que los frutos salvajes volverán a florecer solo para ella. Siempre es así.

Seguí, para mi sorpresa, hablando con naturalidad con aquel árbol, que se revelaba cada vez más alto, alegre y majestuoso, desprendiendo de manera progresiva una extraña luz que me hizo dudar de si de verdad estaba anocheciendo. La luz cada vez inundaba más espacio, y el árbol, por fin, se mostraba como quien realmente era: El Guardián de aquel bosque, el guardián que nos había estado cuidando desde siempre.

Me levanté, aliviado, y avancé con paso firme entre la penumbra y la hojarasca. Miré hacia atrás y pude ver claramente como aquella mole, ya inabarcable, se liberaba con pausada violencia de sus raíces y partía lentamente en busca de Silvia, mientras yo dejaba atrás aquel bosque seco y desnudo, discreto testigo de todo lo que estaba, ahora sí, por llegar.

Relato inspirado en la serie “Los Guardianes del bosque”, de Agustín de Córdoba.

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