Unas gotas de sudor se deslizan por mi cuello, casi haciéndome cosquillas. Una señora de pelo blanco y delgada como la rama de un árbol recién plantado, vieja hasta decir basta, vestida de negro , más riguroso que un este sol de justicia, ha empezado a cruzar la calle mirando al frente. Cruza mucho más rápido de lo que podría suponérsele a esa estructura tan frágil y arbórea, impulsándose con un bastón como si se tratara de una pequeña pértiga.
En un segundo es arrollada por un Seat Ibiza con música a todo trapo que se ha saltado el ámbar. Un frenazo brusco, un golpe seco, caos en la calle. Llegan rápidamente el Samur, la policía, se arremolinan curiosos, da igual una obra que un muerto. El golpe no ha sido muy fuerte y el impacto ha sido mínimo, pero el muchacho del Seat Ibiza se ha llevado por delante a la señora que anticipaba su luto riguroso.
Acelero un poco el paso para ir a comprar algo en el supermercado, no me quito de la cabeza el negro riguroso. Son las tres menos cuarto: tengo que darme prisa. 10 de agosto, mi nevera está vacía. Madrid, nada en la nevera y una señora achicharrándose en el asfalto, pegada como una rata al suelo después de haber sido víctima de una de esas trampas pegajosas en verano. Estoy de vacaciones, como las ratas en verano, y he decidido pasarlas aquí, en Madrid. Me gusta pasear con – por- las calles vacías, entrar en los museos sin colas, ir a las piscinas o visitar los jardines; quitarle prisa a la rutina. Y poder hacer todo eso tan bonito que se supone que puedes hacer en una ciudad como ésta y que no puedes y sorprenderte con que a la gente se le escapa una sonrisa impensable que te pilla desprevenido, e incluso parece que la rubia del tercero te ha guiñado un ojo en el ascensor sólo porque es verano.
Pero no, he mentido.
No lo he decidido.
La verdadera razón de por qué, hoy 10 de agosto estoy en el supermercado y no comiendo por ejemplo espetos de sardina frente a la playa, por ejemplo, y digo espetos de sardina frente a la playa como uno de mis ideales de felicidad, la razón es que este año.
La razón es que.
Estoy solo. Y esa es la auténtica y verdadera razón y mandemos al carajo la tranquilidad y a no tener que hacer colas en los museos. Serán mis primeras vacaciones en nueve años que paso solo. Carmen y yo lo dejamos hace menos de cuatro meses. En abril. La última vez que lo dejamos. Porque cuando se ha estado tanto tiempo con una persona no es fácil cortar por lo sano, como cuando se corta el hilo de un globo y a volar. No es así, claro que no. Cuando se ha estado nueve años con alguien se corta poco a poco, como cuando quieres cortar una hoja de un cuaderno con las manos sin que se rompa; empiezas a cortar pero tienes que ir muy poco a poco, a veces te desvías unos milímetros y empiezas a cortar la hoja de manera irregular, y sólo cuando estás terminando es cuando puedes dar el tirón final. Y muchas veces, después, la mayoría, te haces un poco de sangre con el folio que has cortado, te cortas con el filo y piensas que cómo un simple trozo de papel, que ni siquiera es un cuchillo o un trozo de metal, cómo el papel te ha podido hacer un corte tan profundo en el dedo con un folio. Así que la última vez que lo dejamos fue en abril. Carmen hizo las cajas y se fue. Después yo también hice las mías y también me fui. De ese piso antiguo de alquiler en la Glorieta de Bilbao de suelos de terrazo y baldosas hexagonales se fueron decenas de cajas y de muebles, se fueron centenares de discos, de libros y de carteles. Miles de abrazos, de polvos, borracheras, discusiones y reconciliaciones. Y centenares de miles de recuerdos que no cabrían ni en un terabyte. Y eso que cuando Carmen y yo empezamos ni existían los terabytes ni existían otras muchas cosas .Pero qué más da eso ahora porque Carmen y yo hicimos las cajas y nos fuimos porque sabíamos que había que cortar los hilos. Mientras empaquetamos cajas, trasladamos muebles, subimos y bajamos escaleras, resolvimos papeleos, dimos de baja el gas, el teléfono, la luz, internet, mientras hicimos todo eso todo fue bien. Pero lo más duro de dejar nuestro piso de la Glorieta de Bilbao con las escaleras de caracol fue ver los restos de las cajas vacías. La cinta de embalar, los pendientes de Carmen en la mesa, unas bragas en el cajón. Es como un entierro: mientras estás en el cementerio o en el funeral, y estás con tu familia y con todo ese ajetreo de lloros y pésames, y papeleos con la funeraria, todo ese barullo, parece que todo está bien. Estás tan dentro que todo parece estar pasando por fuera, aunque el muerto sea tu propio padre. Pero cuando vuelves a casa y ves sus gafas de cerca encima de la mesa es cuando todo se te viene encima, como si te cayera el terabyte de rayos de sol encima de repente, y eso justo lo que me pasó con las bragas de Carmen en el cajón, y también los pintalabios y las horquillas. Decenas de horquillas desperdigadas por los rincones que sólo me recuerdan que había que cortar los hilos del globo.
IV
Mi nueva casa no es muy grande; sin embargo, el salón es bastante amplio, luminoso, agradable. Enfrente, una plazoleta, unas terrazas de bares con poca gente, ahora son las 4 de la tarde, sol de justicia, pero a las 7 será imposible conseguir un sitio y el señor del acordeón te ametrallará la cabeza sin compasión, sin importarle que es tu primer verano solo en un piso que no te pertenece todavía. Tras el salón, un pequeño pasillo, y la habitación, centro neurálgico de una casa para una pareja, convertida ésta ahora- la habitación- en actriz secundaria. Menos luminosa, da a un amplio patio de manzana, apenas algunas voces, llamamientos a comer a los rezagados y ronquidos de siestas de verano, y ruidos de cadenas de WC. Por último, el baño. No es muy grande, tiene baldosas verdes en el suelo y paredes, hay cepillos de dientes usados, y un resto de olor a incienso. No sé de quiénes son los cepillos, eso da igual, pueden ser de mis padres, de mi hermano, de algún amigo, de mi novia ya inexistente, de mi ex novia, están ahí, en un vaso de color azul y no los tiro más por nostalgia que por pereza. En realidad me gusta pensar que los dejo ahí por si acaso alguien vuelve y se acuerda de cuál es el suyo y quiere volver a por él. De momento están ahí y a mí no me estorban, así que por si acaso los dejo en el vaso azul.
Lo de Carmen y mío fue como esas pelis que desde los primeros diez minutos se sabe cómo van a terminar pero las ves hasta el final por si acaso mejoran. Algo así fue lo que sucedió, la relación empezó casi sin avisar, hubo pasión- bastante- al principio, rutina después, discusiones, idas, venidas, y los dos sabíamos que algún día terminaríamos. Extraña sensación esta. Hacer algo sabiendo que tiene un fin, como morir, todos moriremos, pero no creo que sea muy sano mantener una relación sabiendo que va a morir. En algún momento, que ahora recuerdo como polaroids, o incluso como cosas que nunca ocurrieron, mientras compartíamos una pizza en un restaurante en Nápoles- por ejemplo- nos planteábamos tener hijos; después de una botella de vino nos besábamos y hablábamos de futuro, nos cogíamos las manos por debajo de la mesa, a veces la mía se deslizaba por debajo de su falda hasta tocar sus bragas ,y mientras se humedecían seguíamos hablando, y riendo, después balbuceando por el efecto del alcohol. Quizá fuimos felices más tiempo del que nos pareció en ese momento, a veces grabábamos vídeos porno caseros, antes de que todo el mundo tuviera un teléfono con cámara, y nos reíamos y actuábamos de la manera más torpe que pueda uno imaginar y se nos caía la cerveza al suelo. Eso fue hace mucho, en el principio de los tiempos, así que bien pensado, quizá nuestra relación no fuera tan mala.
Ahora ya no vivo en nuestro piso de la Glorieta de Bilbao, porque ese era nuestro piso de la Glorieta de Bilbao, con sus escaleras de caracol y toda la historia condensada entre esos techos altos y el balcón a la calle Carranza.
V
Conocí a Carmen en un festival de música. En uno de los primeros Festimad. Ella había ido a vomitar a una esquina, entre árboles, con la música de los Cypress Hill de fondo, y yo había ido a aliviar mi vejiga. A mear, vamos. Lo que puede considerarse un encuentro romántico-escatológico de primer nivel. Claro que cuando tienes veintipocos años, tres litros de cerveza encima, unos porros y todo lo que caía en mis manos, ese momento puede parecerte una ocasión única para iniciar una conversación con la mujer de tu vida.
Sonaba el Inside in the brain de fondo y le pregunté:
–Puedo ayudarte? – mientras me escondía tras un árbol y sacaba la cabeza para que no me viera.
Se rió un poco pero la risa le provocó una segunda arcada, y volvió a vomitar mientras se reía viendo a un tipo con la mano en la polla y salpicándose las piernas mientras sonaban los últimos acordes de Inside in the Brain y empezaba I wanna get high.
Buen comienzo, se está riendo, pensé. En ese momento vino a buscarle su amiga, nerviosamente histérica, la cogió del brazo.
– Carmen, Carmen!, Estás bien? Joder tía lo que te estás perdiendo, oye has vomitado, no? Quieres un chicle? Son de menta fuerte, mira, dale una calada a esto, que está sonando el I Wanna Get high, joder te huele la boca a rayos, venga corre que empieza la canción, que están allí estos, joder has visto a Alber, madre mía como está, yo creo que lo tienes en el bote, tía.
Carmen – fue la primera vez que oí su nombre- Carmen siguió riendo mientras le caía un hilillo de la boca, se tambaleaba, se dejaba arrastrar por mi amiga, que tenía prisa por salir de allí, y Carmen se giraba y me sonreía con su boca ancha llena de hilillos de vómito y yo di un bote de alegría, por ella y por Cypress Hill. La escena no fue patética, ni siquiera desagradable. La escena fue preciosa.
Al menos así la recuerdo.
Y así creo que fue. Luego no la volví a ver. La seguí como pude, la música seguía atronando, todo el mundo botaba a mi alrededor y la perdí. Pensé que seguro que esa noche el tal Alber se comería los hilillos de su boca, pero según me dijo semanas más tarde, cuando nos volvimos a encontrar, esa noche nadie le comió los hilillos de su boca,
Muchas veces nos creemos que otra gente le come los hilillos de la boca a la gente que nos gusta, pero es falso. En la vida muchas veces nos creemos que pasan cosas que en realidad no pasan, y así pasan los días, imaginándonos cosas que jamás han pasado y que jamás pasarán, como que ese tal Alber le comiera los hilillos de la boca a Carmen.
VI
Los primeros meses de estar en una casa son como los últimos de una relación. Grifos que gotean, pomos que se caen, persianas que se atascan, cisternas que no funcionan y paredes que se desconchan. Miro por el balcón y empieza a haber movimiento en la plazoleta de enfrente. Dentro del edificio, escucho a un perro aullar. Lleva así desde esta mañana, no entiendo que la gente deje solos a los perros en casa durante mucho tiempo. Existen guarderías, o vecinos que pueden venir a darles de comer y sacarles por lo menos una vez al día. Supongo que alguien vendrá esta noche.
Me abro una cerveza mientras veo empezar la ebullición de la plaza. En la televisión juegan la fase de clasificación del Mundial de Sudáfrica. Me gusta el efecto narcótico del fútbol. Lo tengo de fondo, como antes las abuelas tenían El Precio Justo o las telenovelas. Me acuerdo siempre de mi abuela y de su oronda y erguida figura en un sofá de color verde y con grandes reposabrazos, ensimismada viendo la Primera Cadena. Sentada en su sofá verde, del que se movía cada vez menos, se ponía los cascos para oír mejor, y el A jugar de Joaquín Prat se solapaba con el pitido del audífono. El pitido del audífono y los gritos desde el piso de abajo, llamándome son los dos recuerdos más vivos que tengo de mi abuela Emilia.
Mi padre murió hace 3 años. Mi madre y mi hermano viven ahora en un pueblo cerca de Madrid, en la Sierra. Mi padre estuvo enfermo muchos años, hasta que pasó eso que se dice siempre cuando uno se muere antes de tiempo, que es eso de que no pudo vencer a la enfermedad. Bonita forma de llamar al cáncer. O al sida, o a cualquier enfermedad todavía censurada. Pues pasó eso, que no venció a la enfermedad. Si hubiera sido futbolista de éxito, se hubiera publicado en grandes titulares eso de que eso de que “iba a jugar el partido más importante de su vida”, pero todos sabemos que este tipo de partidos casi siempre se pierden, aunque sea en los penalties. Eso si hubiera sido futbolista. Pero no, mi padre era comercial, vendedor de seguros concretamente. Un día se empezó a sentir mal, pruebas, más pruebas, oyes por primera vez la palabra maldita, no te dicen los del partido de tu vida, y a veces se acaba y a veces no. A veces..
Y a veces se gana, muchas veces. Quiero tener hijos. Dentro de un tiempo, yo quería tener hijos con Carmen, ahora lo veo como algo imposible, veo ahora algo imposible tener hijos con Carmen, críos revoloteando por ahí, entre los muebles, tirando libros, revolviendo el mundo, pero veo como algo posible tenerlos por ahí, revoloteando el mundo y algún día leyendo libros. Sigo escuchando al perro aullando, el recuerdo de un hijo correteando me hace ser consciente del perro aullador , y ya me estoy empezando a cagar en la puta de los dueños. Creo que es en el 4ª C. Subo.
– Riiiiiiiiiiiiiing
Espero
Para mí no es agradable tener que decir a mis nuevos vecinos que deberían controlar a su perro, más en la hora de la siesta, y lleva a así más de un día, y es por el perro y es por sus vecinos, y no hay derecho
– Riiiiiiiiiiiiiiiiiig
( Verano seguirá en verano de 2013)
Continuará, ¿pero cuándo? No jodas que hay que esperar al próximo verano para seguir leyéndolo… ¿Continuación de «Verano» ya!
Continuará en junio de 2013 sí!
me suena a Desorden (super 8)
Es posible que suene a Desorden.. o a cosas de Los Planetas.. Quieras que no, hay cosas que te marcan aunque no te des cuenta 🙂
Joder. ¿Verano de 2013? Venga hombre, esto no se hace… O montate una serie estacional y chutanos un «otoño 2012» & «primavera 2013» previos… 😉