Una mujer de aspecto andrógino espera el metro desde el otro lado del andén, sentada bajo el cartel de Plaza de España. Casi inmóvil, lleva abrigo a cuadros blancos y negros, falda, zapatos de tacón. Pelo ondulado, media melena años cuarenta, de color pelirrojo. Su cara, extremadamente blanca, ancha, labios pintados de rojo. -“Sí, diría que es un hombre”, pienso mientras esbozo media sonrisa. Su expresión es fría, distante, tensa, preocupada. Parece tener miedo. Vuelvo a esbozar media sonrisa. La sigo mirando fijamente desde el otro lado del andén: observo sus labios, sus largas y -flacas- piernas, sus zapatos de tacón, e intento, como si de un juego se tratase, descubrir qué esconde detrás del espeso y blanco maquillaje. Sus ojos, me fijo por primera vez, no parecen humanos, y me doy cuenta de que no puedo separar mi mirada de su cara, de su boca, de sus labios, de sus piernas flacas. La suya, su cara, cada vez más metálica, se cruza por primera vez con la mía. Pero su expresión no existe.
Los paneles anuncian que en dos minutos su tren efectuará su entrada en la estación.
Un perro guiado por un guardia de seguridad olfatea con insistencia sus zapatos de tacón. Anuncian algo por megafonía. Me doy cuenta de que me quedan dos minutos para comprender la razón de esta extraña atracción que ya me impide separar mis ojos de los suyos. Próximo tren efectuará su entrada en la estación en un minuto. Una niña llora mientras su madre la reprende. Su piruleta cae al suelo; el perro intenta comérsela, pero el bozal se lo impide. No puedo escuchar nada; el ruido del tren llegando a la estación es ensordecedor. Apenas me quedan unos segundos. El tren para. No veo nada. Suena un largo pitido.
En unos instantes, el tren continúa su camino. Mi tren llegará en un minuto. Segundos después logro ver cómo, a través de los cristales tintados del metro, sus ojos me miran fijamente mientras sonríe, admiro por última vez su flaqueza y en esos precisos momentos siento terror y por fin lo entiendo todo.